Perspectiva de Central Park

"Un hotel es un teatro", dice el empresario Ian Schrager, artífice de algunos escenarios tan rentables como la legendaria discoteca Studio 54 de NYC.

Fernando Gallardo. 14/07/2014
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Hudson, NYC

Emergente entre las candilejas de neón y las pantallas gigantes de televisión que configuran hoy el entorno de la Sexta y Séptima avenidas, el teatro más trendy de Schrager se llama Hudson, como el río que baña la ciudad, y nada en su fachada indica por lo más remoto que está en la piel de un hotel… diferente. Tal indicio debería ser ya suficiente para descubrir al artista que ha organizado esta inusitada puesta en escena, donde unos hombres vestidos de Armani atienden con las maletas a todo el que llega a bordo de una limusina y le acompañan, escalera mecánica arriba, por un zaguán minimalista y vegetal de eléctricas transparencias amarillas.

Geométrica belleza, gélida pureza… Nuestro director de orquesta es, naturalmente, Philippe Starck, el alter ego del mentado empresario esteta, con quien ha compartido sus mayores éxitos hosteleros y a quien debe su genuina filosofía del cheap chic, una especie de agua de mayo para los precios a tropecientos mil el metro cuadrado en Manhattan.

Hudson, interior
Hudson, interior

La transformación en espacio habitable de lo que hasta ese momento había sido un edificio impersonal de ladrillo visto en la calle 58, constituyó un acierto definitivo del diseñador francés. En su trabajo hotelero más maduro, Starck renunció tanto a los juegos de efectismo visual como a la experimentación sin escrúpulos con colores y formas arquitectónicas, reseñables en otras obras anteriores. Su estilo decorativo parece haberse vuelto aquí más elegante y sensual, más depurado en la creación de ambientes, sin someter a los huéspedes al dictado casi siempre incómodo de la moda ni a los tics mercadotécnicos de su reconocida extravagancia. Quizá porque por él sí van pasando -con genialidad- los años.

Se diría que por primera vez en el imaginario del artista las habitaciones no reflejan, antes que cualquier otro criterio, su propio paraíso onírico. Antes al contrario. Salvo las lamparitas de noche, diseñadas con dos láminas iluminadas en blanco y en verde, todo fluye en su interior con insospechada seriedad, invitando al descanso personal antes que al regocijo de la vista -Central Park, las de los pisos superiores-.

Hudson, habitación
Hudson, habitación

Los suelos, también de madera oscura, se abrigan en invierno con alfombras de tonos grises, ingrávidas y sutiles. Frente a las camas, bien aisladas de los ruidos de la calle, figuran el televisor -con facturación automática y demás servicios interactivos- y una cadena musical de alta fidelidad, incrustados en la pared. Colchas, cortinas y edredones destilan una impecable blancura, en sintonía con la extremada limpieza de la estancia. Igual que los cuartos de baño, completamente alicatados en blanco. Pequeños, aunque cibernéticos. Con un monitor de televisión junto al espejo de tocador.

Pero lo verdaderamente ceremonioso del hotel se encuentra en la biblioteca. Un reducto señorial y silencioso presidido por una antigua mesa de billar con tapete fucsia, a pleno gusto de los fans de Philippe Starck, que son muchos y muy de posibles en todo el mundo. Capaces de pasarse las horas muertas leyendo a Tom Wolfe o descifrando el jeroglífico del mercado de derivados en Wall Street, ahí, repantingados en los sillones de este salón ostensiblemente british, ambientado con anaqueles de madera, una portentosa chimenea con morillos de forja y varios murales fotográficos firmados por Mondino. 

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