¿Por qué el lujo nos hace sentir bien?

Bajo una falsa sensación de racionalidad, lo cierto es que los seres humanos tomamos innumerables decisiones guiados por impulsos o motivaciones puramente emocionales. El lujo y la extravagancia pueden ser deseados como resultado de una decisión pasional.

Ana Villarrubia. 20/08/2015
El lujo nos hace sentir bien
El lujo nos hace sentir bien
El lujo nos hace sentir bien

Como seres racionales que somos, se entiende que las personas tomamos decisiones perfectamente lógicas. Tiene sentido puesto que tenemos esta capacidad bien desarrollada a nivel intelectual y puesto que somos capaces de desplegar complejos procesos cognitivos de análisis de nuestras necesidades. Hasta aquí todo encaja. Profesionales de la sociología, el marketing o la economía (entre otras ciencias y ámbitos de conocimiento), vaticinan, de hecho, muchas de sus predicciones partiendo de este punto. La racionalidad de la conducta humana, cuando es asumida, permite predecir patrones de consumo y otros fenómenos comportamentales relacionados.

Sin embargo, la racionalidad de la conducta humana, cuando es asumida, peca de una notable ingenuidad: se obvian nuestros procesos emocionales y nos convierte en virtuales autómatas. Por suerte o por desgracia, el supuesto común de la racionalidad de nuestra conducta es refutado activamente todos y cada uno de los días de nuestra vida. Los juicios sociales que anticipamos, los impulsos a los que sucumbimos, los temores que nos frenan, la inercia a la que nos empuja el deseo o incluso el bajo rendimiento de nuestros procesos atencionales nos llevan, en un momento dado, a desmentir cualquier predicción lógica que sobre nuestra conducta hubiera sido formulada.

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Tenemos una variable asociada a la necesidad de sentirnos únicos, especiales

Un interesante experimento llevado a cabo por un grupo de investigadores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) ilustran uno de los motivos por los cuales no puede asumirse la racionalidad de la conducta humana: una variable de personalidad asociada a la necesidad psicológica de sentirnos singulares, especiales y únicos. Compinchado con los camareros de un bar cercano al centro de estudios, un grupo de expertos analizó la forma en la que los clientes pedían sus bebidas al sentarse en una de las mesas de la taberna.

Se comparaban las decisiones que hacían en privado, cuando se les preguntaba en un papel qué es lo que iban a pedir, con respecto a aquellas que hacían en publico, al pedir directamente al camarero sus cervezas en voz alta. Los resultados fueron más que interesantes y seguro que el lector puede reconocerse en alguna situación análoga en su día a día: los clientes modificaban su comanda cuando escuchaban a otros pedir lo mismo que ellos tenían pensado pedir, aunque esa bebida (un tipo de cerveza) fuera su preferida.

Nos dejamos influenciar al saber lo que quieren los demás
Nos dejamos influenciar al saber lo que quieren los demás

Las condiciones experimentales se han replicado en distintos contextos, siempre con los mismos resultados: modificamos nuestras elecciones cuando las expresamos en voz alta después de que lo hayan hecho otros antes. Incluso aunque escojamos, en contra de nuestros deseos, algo con lo que luego no vamos a sentirnos plenamente satisfechos. Preferimos elegir distinto antes que elegir seguro. Escogemos la singularidad, la originalidad o la diferenciación del grupo por encima de nuestros propios intereses. En estos experimentos, solo el que pedía primero y, por tanto, no se había visto sometido a la influencia del resto de elecciones de los miembros del grupo, pedía una bebida acorde a sus deseos y quedaba contento con la decisión.

Este fenómeno tiene un gran impacto desde el punto de vista de la psicología social ya que implica que las personas somos capaces de sacrificar un placer íntimo (el que extraeríamos de comer nuestro plato favorito en un restaurante o el de saborear nuestra bebida favorita entre amigos) con tal de mostrar públicamente la imagen que deseamos proyectar frente a los demás.

Lenny Kravitz con una "discreta" bufanda
Lenny Kravitz con una «discreta» bufanda

Y, ¿hasta donde somos capaces de llegar con tal de proyectar una imagen singular al exterior? Eligiendo aquello que nadie o muy pocos pueden escoger, nos distinguimos de los demás, damos una imagen de “persona especial” que nos ayuda a satisfacer necesidades psicológicas profundas y se vincula a nuestra autoestima. Ni siquiera tenemos la certeza de que el otro, en efecto, vaya a considerarnos especiales por una elección más extravagante, pero aún así sacrificamos nuestro sentido del gusto si es necesario. Nuestra decisión no solo se vuelve irracional (dejo de lado lo que sé seguro que me gusta por una simple expectativa) sino que se basa en consecuencias que ni siquiera pertenecen a nuestro ámbito de control.

La exclusividad propia del lujo nos permite alimentar con creces esta necesidad de singularidad. La inaccesibilidad ligada a su elevado coste económico, su carácter vanguardista y su inimitable calidad, convierten al producto de lujo en el instrumento perfecto para alimentar nuestros más profundos anhelos. Si además de calidad exclusiva, diseño genuino y precio de infarto, su producción es limitada y conlleva una larga lista de espera (como ocurre con los exquisitos modelos de bolsos Kelly o Birkin de Hermès que sólo se venden en sus tiendas físicas y previa petición y reserva anticipada), entonces el producto de lujo se convierte, seguro, en uno de nuestros oscuros objetos de deseo.

Bolso Kelly, Hermès
Bolso Kelly, Hermès

Esto explica el por qué de muchas compras que no necesitamos pero anticipamos con un espectacular antojo; un ansia que no somos capaces de explicar con ningún tipo de argumento. Algo dentro de nosotros nos dice que tener eso nos hará únicos. Y la necesidad de singularidad llevada al extremo nos permite también comprender mejor las motivaciones de algunas celebrities y víctimas de la moda capaces de crear tendencia aún a costa de una irrisoria extravagancia. Todos hemos experimentado alguna vez, como un niño con zapatos nuevos, qué es eso de sentirse especiales después de sucumbir al deseo.

Ahora bien, cuidado con sacar conclusiones excesivamente dramáticas o precipitadas. Esto no significa que seamos marionetas al servicio de desmedidos impulsos de consumo. Basta con conocer el funcionamiento de este tipo de mecanismos para neutralizar sus efectos. Un capricho de vez en cuando, para quien pueda dárselo, no convierte a nadie en un derrochador mientras sigamos valorando lo que tenemos de acuerdo a criterios predefinidos y estables. Igual que la presión del grupo no tiene por qué hacernos sucumbir si estamos preparados para enfrentarnos a ello.

Darse un capricho no significa ser derrochador
Darse un capricho no significa ser derrochador

Y, para terminar, de todo esto e deduce también un interesante apunte económico. En vista de estas observaciones, el grupo de investigadores y eruditos de la ciencias sociales que llevó a cabo el experimento mencionado en el MIT, con el profesor Dan Ariely a la cabeza, critica duramente las previsiones de largo recorrido que habitualmente se formulan en base al conocimiento que nos aporta la economía tradicional (o, lo que ellos denominan “economía estándar”).

Según Ariely: “la economía estándar presupone que somos racionales; que conocemos toda la información pertinente relacionada con nuestras decisiones, que podemos calcular el valor de las distintas opciones que afrontamos, y que cognitivamente nada nos impide sopesar las ramificaciones de cualquier potencial decisión”. Defienden así un acercamiento más empírico a la economía como ciencia a través de la economía conductual que es, según ellos, más capaz de explicar y predecir fenómenos macroeconómicos teniendo en cuenta los errores y sesgo propios de la conducta humana.

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