Por qué sentimos que #TodosSomosParis
Cómo el ataque terrorista en París altera la percepción de nuestro propio mundo y cómo el radicalismo nos hace cambiar nuestra forma de percibir el mundo.
La barbarie terrorista vuelve a sacudir occidente con crudeza y pretende poner en duda nuestro estilo de vida. Que la rabia que ahora sentimos no modifique los valores sobre los que ellos han querido atentar. Las imágenes que nos llegan desde París son estremecedoras y hacen aflorar emociones tan intensas como, en ocasiones, contradictorias. Porque el drama de las víctimas, tanto el de los heridos como el de los familiares que se enfrentan a sus pérdidas, es indisociable de la indignación ante el sinsentido y de la impotencia que se apodera de nosotros frente a la barbarie del terrorismo.
Nos volvemos naturalmente vulnerables frente a quien no valora la vida, frente a quien no comparte con nosotros ni el más puro impulso de supervivencia que, por otro lado, caracteriza los instintos más básicos de nuestra especie. Somos efectivamente impotentes frente a esas reacciones que escapan a cualquier tipo de lógica común.
Un ataque de estas características es un ataque a la vida tal y como la conocemos. Lo ocurrido en París sacude nuestro mundo porque altera los pilares básicos sobre los que se asientan nuestras ideas y las asunciones de nuestra seguridad e integridad, aquellas a partir de las cuales somos capaces de ejercer nuestras libertades y nuestros derechos.
Por eso una vivencia de esta magnitud nos lleva primero al shock y nos conduce después directos a la crisis y a la confusión de muchas de nuestras ideas preconcebidas. Nos decimos que “si lo más esencial ya no nos sirve para sentirnos siquiera seguros, entonces habrá de haber otras bases a las que recurrir”. Y nos descubrimos a nosotros mismos buscando esas bases, pensando cosas que antes jamás habríamos sido capaces de defender en voz alta. Desde nuestra propia desprotección y la sensación de que las personas a las que queremos y necesitamos también están desprotegidas, acabamos por “radicalizarnos” nosotros también.
Tratamos de buscar asideros para sustituir aquellos que el pasado viernes 13 de noviembre en París resultaron ser fallidos. No queremos volver a sentirnos en peligro, no queremos sentir que estamos en peligro a causa de ideas excesivamente ‘ingenuas’, porque así es como nos llegamos a sentir en este momento de caos. Y nos protegemos mediante ideas más rígidas, decisiones más extremistas de donde se deducen patrones de acción más conservadores. Ésta es una reacción natural, psicológicamente esperable. El peligro que corremos ahora es que, por el camino, nos olvidemos de quienes éramos antes, dejemos atrás algunos de nuestros valores y en la radicalización nos instalemos. No olvidemos que los malos son ellos.
Se dice que nos alarmamos más ante estas muertes que ante esas otras de las que, en la distancia, nos van dando cuenta los informativos con una precisión, a menudo, más que insuficiente. He oído muchas voces en las últimas horas criticar nuestro exceso de padecimiento ahora con respecto a la ausencia del mismo cuando las muertes son en Siria, Líbano, Iraq… He oído criticar el símbolo de solidaridad que ofrece Facebook con la bandera de Francia como fondo de perfil, en muestra de apoyo al sentir de todo un país. Excuso decir que ninguna vida inocente vale más que otra y que ideológicamente, esta crítica resulta razonable. Y me pregunto: ¿Qué hay de malo en una muestra de solidaridad y empatía plenamente respetuosa y que responde coherentemente a las emociones y a los valores de uno mismo? Sobre todo, cuando un símbolo concreto no implica negación de ningún otro sentimiento en ninguna otra ocasión.
Los vínculos afectivos que establecemos con el pueblo francés, con los ciudadanos de una capital multicultural como París, psicológica y emocionalmente nos llegan de manera especial. Y no hay nada criticable en que así sea. No podemos remediarlo. Es la fuerza de la empatía, esa emoción tan distintivamente humana que nos permite sentir con el otro y que naturalmente aflora ante quien vive como nosotros, ante quien organiza su día a día en base a las mismas motivaciones que nosotros, ante quien sustenta sus valores sobre los mismos pilares fundamentales sobre los que sustentamos los nuestros, ante quien valora lo mismo que nosotros ponemos en valor… Y cuya vida ha sido sacudida de forma imprevista e injusta por el terror.
Desde el domingo por la noche sabemos que la respuesta militar de Francia ha sido contundente, respondiendo a un ‘acto de guerra’ con otro. Sin noticias precisas sobre las consecuencias de estos bombardeos, me pregunto de qué modo la respuesta del mismo mandatario que el viernes por la noche de manera muy acertada tranquilizaba a sus ciudadanos, ahora puede ser tomada como ejemplo de enfrentamiento adecuado por esas mismas personas que siguen experimentando una profunda conmoción.
En general, en psicología, bajo ningún punto de vista suele ser recomendable tomar decisiones siendo presa del dolor, no suele ser adecuado actuar desde las entrañas; por lo que se hace necesario que nos mantengamos vigilantes pues nos es excesivamente sencillo perder los papeles desde lo desgarrador de la emoción. Aunque, en lo personal, es cierto que el autocontrol no se hace fácil mientras se escucha al corazón que nos dice “podía haber sido mi hermano, mi hijo, mi padre, mi prima, mi vecino, mi amiga…”.
Por todo ello, esos mismos valores que han sido sacudidos por el fanatismo son los que, precisamente hoy, deben contenernos. Cargadas de simbolismo, me quedo con el vello erizado ante las escenas de toda una nación unida por las premisas de su Marsellesa hasta en los momentos de mayor pánico. Para no convertirnos en aquellos monstruos despiadados cuyos actos, en nuestro pensamientos más íntimo, jamás podremos explicarnos del todo. Para no convertirnos nunca en aquellos con los que no podemos y no queremos empatizar porque ni siquiera respetan las reglas básicas del juego y cometen atrocidades en nombre de una religión que, según quienes la practican sin fanatismos, jamás justificaría tales abominaciones. ¡Qué barbaridad!