El muro de la turismofobia

Fernando Gallardo. 08/08/2017

De aquellos intolerantes polvos, estos intolerables lodos. Variados, desconcertantes y tan manidos como falsos han sido los argumentos vertidos por las patronales hoteleras durante estos últimos años contra el fenómeno de la economía colaborativa. Pero ninguno ha alcanzado tanta malevolencia, fascinación o impunidad discursiva como la atribución al alquiler turístico de la masificación creciente de las ciudades en el mundo. En el centro de la diana, como si el turismo fuera de repente cosa de viajeros colaborativos, Airbnb.

Conviene recordar que en 1950, la cifra de turistas que se movían por el mundo apenas alcanzaba los 25 millones. Treinta años después, en 1980, esta cifra se multiplicó por once, hasta los 278 millones. Otras tres décadas más tarde, en 2010, el multiplicador fue de cuatro: 1.100 millones. Este año, las previsiones de la Organización Mundial del Turismo (UNWTO-OMT) apuntan a que se rebasarán los 1.250 millones de personas, sin contar los movimientos turísticos internos de los países que podrían contarse entre 5.000 y 6.000 millones de individuos. De forma análoga, los ingresos por este concepto han pasado de 2.000 millones de dólares en 1950 a 1.425.000 millones en 2014. A este ritmo de crecimiento, que la referida OMT estima en un 3,3 por ciento anual, la cifra de turistas ascenderá a 1.800 millones en 2030. Y puede que rebase los 2.500 millones en 2050. Así mismo, el crecimiento económico rondará el 3,7 por ciento anual, lo que se traduciría en una capitalización de 2.600.000 millones de dólares en 2030 y 5.400.000 millones en 2050.

Preparémonos entonces para asumir en poco más de una generación el doble de turistas de los que actualmente invaden nuestras ciudades. Si Barcelona vive asustada con 30 millones de visitantes -nueve de ellos internacionales-, empecemos a imaginar cómo será esta ciudad cuando reciba la visita de 60 millones de personas. Si Nueva York -más precisamente, Manhattan- cuenta hoy con 56 millones de visitantes, imagínense los neoyorquinos qué será de su estrecha isla cuando 112 millones de turistas circulen por sus calles y avenidas. O qué pensar de los 30 millones que entran cada año en Venecia -66.000 turistas diarios- cuando sus canales rebosen de góndolas capaces de transportar a 60 millones de personas.

Nueva York cuenta hoy en día con 56 millones de visitantes

Más precisamente, ¿cómo la gestión política en el futuro va a permitir que unos escasos 50.000 venecianos empadronados decidan el planeamiento urbano de la ciudad adriática frente a los 60 millones de venecianos no empadronados que pisan anualmente sus calles y navegan por sus canales? Porque, como señaló acertadamente el New York Times, Venecia ya no es una ciudad habitacional. Venecia es la Disneylandia del Mar. Y no hay más dueño de Disneylandia que quienes la visitan, pues son ellos, los usuarios, y no otros, los que financian este negocio. Son los visitantes quienes deciden cada día si Disneylandia abre o cierra sus instalaciones.

El argumento falaz de las patronales hoteleras, y no solo las españolas, es que este incremento exponencial del mercado turístico debe atribuirse a la irrupción de tres millones de viviendas particulares en la industria turística y no al crecimiento del parque hotelero. Pero los datos, una vez más, desmienten esta falsa percepción. En 2013, cuando apenas nadie se refería a Airbnb, pues la plataforma acreditaba únicamente 245.000 de los tres millones de anuncios que incluye hoy, el sector hotelero ya anunciaba sus previsiones de crecimiento futuro con una inversión notable en capacidad de alojamiento. Nada menos que 6.456 hoteles y 1.082.389 habitaciones estaban en construcción por todo el mundo a finales de ese año, según muestra el cuadro adjunto. Y nada indica que la inversión hotelera actual se haya relajado lo más mínimo.

La denominada ‘turistificación’ no tiene sus causas en la salida al mercado de viviendas particulares, muchas de las cuales ya figuraban en anteriores plataformas físicas y digitales, sino en el aumento desorbitado de la demanda turística por efecto del bienestar económico y la ausencia de un clima conflictivo a escala global, fenómeno inusitado en la historia de la humanidad. Más que las economías domésticas, componente principal de la oferta Airbnb -la plataforma colaborativa declara que el 90 por ciento de sus anfitriones anuncia una sola vivienda-, es la economía hotelera la que más fuerte está apostando por el crecimiento turístico futuro. Si la ocupación media de las viviendas de alquiler en Airbnb se cifra en un 27 por ciento (810.000 habitaciones), a poco que la ocupación media hotelera sobrepase el 75 por ciento (811.792 habitaciones) estaríamos en condiciones de asegurar que solo los hoteles nuevos programados acogerán a tantos viajeros como el conjunto del parque de viviendas residenciales que se anuncia en Airbnb.

Así aterrizamos en el meollo de la turistificación. De tanto afinar su puntería estos cuatro últimos años contra la economía colaborativa, las patronales hoteleras se han pegado un tiro en el pie. Y la amenaza próxima es que incluso ese tiro les salga por la culata. Sus representantes más exaltados han culpabilizado a los propietarios de viviendas residenciales de atraer turistas hacia los barrios más ‘turísticos’, lo que ha provocado el abigarramiento de sus calles, la molestia creciente de sus vecinos y un incremento insoportable de los precios inmobiliarios, tanto los de alquiler como los de compraventa.

Airbnb declara que el 90% de sus anfitriones oferta solo una vivienda

Estas acusaciones pretendían pasar por alto que en dichos barrios la novedad turística más visible ha sido el afloramiento de más y más hoteles por metro cuadrado. Su tarifario ha condicionado notablemente el de los apartamentos y viviendas de alquiler, y es bien sabido que los incrementos de precios detectados en los destinos de más éxito en los últimos meses han sido protagonizados en gran medida por la propia industria hotelera de la ciudad. El caso de Barcelona es emblemático, pero veremos enseguida sus efectos en Madrid, donde la gran subida de los precios turísticos se estima que vendrá impuesta a partir del año próximo por los nuevos paladines del lujo hotelero Four Seasons, Mandarin Oriental y W Madrid.

Otro tiro en el pie de las patronales hoteleras ha sido la reiterada acusación al alquiler turístico de atraer al turismo de borrachera, causante de numerosos desórdenes públicos, tales que orinar en la vía pública, exhibir sus genitales a la vista de todos, elevar el tono de voz como consecuencia del éxtasis y dejar impregnado en las aceras el efluvio alcohólico de sus delirios nocturnos. Solo que la ciudadanía, más cultivada en el recuerdo que muchos dirigentes hoteleros, asocian antes el luminoso de hotel en las playas de Magaluf o Benidorm que el anonimato de las viviendas particulares en la responsabilidad de estos masivos y cosmopolitas desmanes. Una algarabía callejera que debe ser entendida, ante todo, como un fenómeno de desorden público similar a los botellones, no exclusivos de forasteros en vacaciones o con expectativas de trabajo. Lo fácil para muchos dirigentes hoteleros ha sido desviar la responsabilidad de sus propios hijos en el botellón del barrio hacia los turistas, hacia el turismo en general.

Y ahora todos tenemos lo que tenemos. «Vosotros, turistas, sois los terroristas», rezaba una pintada entre las muchas que ensucian de un tiempo a esta parte las paredes de Barcelona. «Tourists go home», se lee en numerosas ciudades afectadas de turismofobia. A un sector de la ciudadanía se le ha convencido desde el victimario impuesto por las patronales hoteleras que el turismo es malo para la ciudad, demoledor para su economía, gentrificador para los barrios y asfixiante para los residentes. Así que el problema es el exceso de turistas, como antes hemos sabido que el problema del desempleo es el exceso de inmigrantes. Primero se le pone una zancadilla a su paso por la frontera -no me refiero solo al caso de la periodista húngara, también puedo referirme a la intencionada burocratización del servicio norteamericano de inmmigración, antes incluso de la era Trump-, después se instiga a un autobús de extranjeros en Barcelona bajo el signo de la independencia catalana, a continuación se atacan un restaurante y varios yates en Palma de Mallorca, más tarde se conecta la kale borroka del País Vasco con el sabotaje a un hotel del barrio de Gros y, finalmente, se organiza una estrategia de odio al turista con una carga ideológica similar a otros odios.

El aumento de los precios es especialmente significativo en Barcelona

No en vano, esta expresión turismofóbica tiene sus raíces en otras expresiones excluyentes como son la xenofobia, el racismo, el clasismo o el machismo. Son ruedas del mismo artefacto nacionalista que ha girado tan calamitosamente a lo largo de la historia. Unas veces, desde la ignorancia a los demás. Otras, dotadas de un cierto barniz intelectual, como el publicado por el escritor Julio Llamazares en un llamativo editorial de El País. Su inicio no tiene desperdicio: «Vuelvo agotado de Lisboa de pelearme con los miles de turistas que llenan de día y de noche las calles de la ciudad blanca, de moda últimamente según parece como otras ciudades del centro y del sur de Europa». Y lo escribe tal cual, como si su visita a la capital portuguesa no fuera turística, sino tal vez holográfica, virtual, de pura ficción literaria. En eso han caído muchos turismofóbicos. Turistas son los demás, no yo. Inmigrantes son aquellos, no éstos. Yo no soy negro. Ni maricón. Las féminas no son personas, sino animales inteligentes. Los catalanes son una raza superior a la del resto de los españoles, como postulaba el que fue alcalde de Barcelona en 1899 Bartolomé Robert y Yarzábal, nacido, por cierto, en Tampico (México). Y así podemos seguir hasta la eternidad con pronunciamientos más sentimentales que científicos.

Porque la turismofobia es un sentimiento sin ciencia. Quienes lo poseen reniegan de ese espacio ocupado hoy por el otro cuando ayer solo lo disfrutaba él. Manifiestan que su hábitat es el mejor del mundo, pero viven la contradicción de que otros que también lo aprecian y pagan por visitarlo se instalen en él durante unos días. Admiten que unos pocos turistas -especialmente los más adinerados- se hospeden en el entorno, al igual que aceptan que unos pocos inmigrantes se instalen junto a ellos -especialmente los mejor formados y autosostenibles-. Denuncian que el centro de las ciudades se les hace invivible y expulsa a sus moradores al extrarradio -sin caer en la cuenta que ello sería muy ventajoso para ellos, que consideran invivibles los centros urbanos-. Creen, los muy pijos, que su mayor problema no es el desempleo o el terrorismo, sino las muchedumbres, las hordas cruceristas, la democratización del consumo turístico; oh, ellos, que se solazaban con los baños de olas en Biarritz o en las termas privilegiadas de Baden-Baden. Y, si bien es cierto que el turismo crea puestos de trabajo y aumenta el poder adquisitivo de la sociedad en general, genera también precariedad en el empleo y un encarecimiento de los precios, por lo que valdría la pena recibir menos turistas y emular a continuación la solidez del empleo en Corea del Norte o la economía barata de numerosos países africanos. Abominan de los estragos que el turismo causa en el medio ambiente sin reparar en que esta industria es una de las menos contaminantes y la única proclive a una tasa en favor de su preservación. Por ende, es un sentimiento tan inexplicable como ser turista sin serlo, parecer un turista sin parecerlo o escribir como un turista furtivo cuando en el fondo se ha sido turista numerario.

La catequesis turismofóbica, sin embargo, alarga el sentimiento hacia los dominios del terrorismo. No es ninguna hipérbole enjuiciar así lo que se está viviendo estos días en la calle y en los medios de comunicación. La organización juvenil independentista Arran ha anunciado «pasar a la acción» en todos aquellos lugares donde se hable catalán con el objetivo de «parar de forma inmediata la emisión de licencias de actividad para hoteles y empresas vinculadas al turismo, así como prohibir la actividad de las empresas relacionadas con los pisos turísticos, como Airbnb, y regular el precio de la vivienda en general», además de otras reivindicaciones sociales. Estas opiniones nos parecen, naturalmente, muy respetables siempre y cuando su expresión no suponga un perjuicio para las personas ni para sus bienes. El terrorismo no necesariamente requiere provocar lesiones físicas en las personas. Basta con crear un clima de terror en la población para dar vigencia a este delito. Tipifica el Código Penal español —no reconocido por estos turismofóbicos— que se considerará delito de terrorismo el apoderamiento de un medio de transporte colectivo, como el autobús atacado en Barcelona, cuando se llevara a cabo con la finalidad (epígrafe cuarto) de provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella. Tourist you are the terrorist.

Lisboa es uno de los últimos destinos de moda

La población, o una parte de ella, es la que ha experimentado en España un bienestar antológico gracias a su industria turística. Desde 1950, década que marca el inicio del ciclo desarrollista y aperturista del país, el turismo se ha configurado como una marca de prosperidad y empleo, de infraestructuras admiradas en el mundo entero, de democratizacion de los hogares y de espíritu de acogida cuya suma no tiene hoy rival en el planeta. No es por casualidad que el turismo español lleve décadas encaramado en el podio mundial y el World Economic Forum haya situado a España en la cumbre de la competitividad turística universal.

Claro que España no es un país para el turismo de lujo. Por la masificación de su turismo ya no podría serlo. La vía elegida, con mayor o menor fortuna, para el desarrollo turístico del país ha sido la vía low cost. Esa que no gusta a muchos pijos. El turismo de bajo coste es el que ha permitido viajar durante décadas a muchos españoles, aunque las élites renieguen hoy de Curro y consideren soez el amalgamiento de cuerpos langostínicos en las playas mediterráneas. Calidad sí, ¿pero cuál y a qué precio? España se ha encaramado desde hace tiempo en el podio de la economía turística low cost, porque si bien el factor estadístico que mejor explica las bondades del turismo no es la cifra de turistas, sino la cifra de negocio turístico, ¿dónde existe la mayor cantidad de empresas turísticas y dónde esta industria se halla más atomizada que en España? Sin duda, España hace gala hoy de una industria turística más participativa que ningún otro país en el mundo.

Desde el techo más alto de la crisis financiera internacional, un 26 por ciento (uno de cada cuatro) de los 1,4 millones de empleos creados en España han sido empleos turísticos. Precarios, sí, como la vida misma, aunque nunca debemos abandonar la esperanza transhumanista de la inmortalidad, que será el único recurso científico y tecnológico capaz de asegurar los empleos eternos. Según los datos de la Encuesta de Población Activa, durante la temporada baja un 12,5 por ciento de los ocupados vive del turismo, mientras que durante la temporada alta el porcentaje se eleva hasta el 14 por ciento. El turismo es, pues, un pilar básico del empleo en España. Este ideal podría ser considerado desde una perspectiva economicista el talón de Aquiles de la economía española, dada la excesiva concentración del empleo en dicho sector. Pero el horizonte robótico en la industria turística apunta a que este problema será subsanado desde la tecnología, y no desde el regulacionismo institucional.

España tiene uno de los turismos más participativos del mundo

Por otro lado, el PIB turístico ha crecido algo más de un 18 por ciento desde el inicio de la recuperación, frente al 11 por ciento manifestado en el conjunto de la economía española. El peso del sector turístico supera ya el 11 por ciento del PIB nacional, del cual el 19 por ciento de crecimiento lo ha aportado directamente el turismo. Afirma el instituto BBVA Research que sin la aportación del turismo, la recuperación de España habría pasado de ser una de las mayores de la eurozona a una «del montón». Pero es que contemplado en toda su amplitud, el turismo como actividad transversal genera una economía indirecta mucho más difícil de cuantificar, pero enorme en cualquier caso. Como el de la Construcción: los destinos más visitados por los turistas internacionales son aquellos que más están invirtiendo en ladrillo. El 70 por ciento del empleo en dicho sector ha sido generado en el litoral mediterráneo y en Canarias. No por chiripa, desde luego que no.

En resumidas cuentas, el turismo es una industria que aporta prosperidad, paz y felicidad a los seres humanos. Todos ellos se merecen al menos un momento Instagram en sus vidas. Como sector clave que es para el progreso socioeconómico de las naciones, la creación de puestos de trabajo, de emprendimiento y de conocimiento, así como la ejecución y amejoramiento de infraestructuras, oponerse a su industria es hoy un sinónimo de misantropía. La turismofobia es, ante todo, una manifestación clara de antropofobia.

¿Regular el irresistible crecimiento turístico de algunos destinos? Cómo y para qué. Entre 1820 y 1890, más de 10 millones de inmigrantes se instalaron en Nueva York huyendo de la miseria, las plagas y los conflictos bélicos en Europa. Otros 12 millones de personas arribaron a la isla Ellis desde su apertura, el 1 de abril de 1892, hasta su clausura, el 11 de septiembre de 1954, cuando muchos neoyorquinos estimaron que la ciudad había llegado a su techo de crecimiento y la vida en Manhattan se hacía insostenible. En 1900 el censo de Nueva York contaba 3.437.202 habitantes. ¿Qué limite se supone que debieron poner entonces a la explosión demográfica de la ciudad? ¿Acaso sus avenidas tenían más sex appeal del que acredita hoy con los más de 19 millones de habitantes en la conurbación del Gran Nueva York? Si así fuera, los 56 millones de turistas que anualmente la vistan deberían ser tildados de discapacitados emocionales y estaría fundamentado el uso de plaguicidas contra ellos, como se ha visto proponer en algunas pintadas por Barcelona y Palma de Mallorca.

Canarias es un destino muy atractivo para los turistas internacionales

Seguramente una encuesta poblacional —de nosotros, sin ellos— en muchas de las ciudades afectadas por la turistificación de sus centros históricos consensuaría la construcción de un muro para impedir el acceso a nuevas hordas turísticas. Pocos aplaudirían la idea de afear sus monumentos o destruirlos para restar así interés público a estos núcleos históricos. Lo malo es que esos mismos altos muros que impedirían la entrada de los turistas también imposibilitarían la salida de los residentes. Tal la paradoja actual de la residencia/itinerancia que la globalización y la digitalización de nuestras sociedades ha impuesto un ciudadano digital y global que es residente a la vez que turista, turista a la vez que residente. Y si no se vislumbran fronteras en el futuro de nuestra sociedad, tampoco existirán límites geográficos para la itinerncia o la residencia. Todos seremos turistas y residentes al mismo tiempo. A un paso y a un clic de los demás.

Insisto, ¿cuáles la capacidad de carga de una ciudad? Si nos atuviéramos a un ideal de equilibrio ecológico y cultural, São Paulo se habría quedado en los albores del año 1900 con su población de 239.820 habitantes, cuando Brasil era visto todavía como un Estado semicolonial. Gracias a la mudanza de las gentes del campo hacia esta ciudad, la región metropolitana de São Paulo soporta hoy una población de 22 millones de habitantes. ¿Qué clase regulación habría sido necesaria imponer a su fuerte crecimiento demográfico? ¿A qué altura se habrían tenido que elevar los muros para franquear la entrada de tantos millones de harapientos? ¿Qué estilo de arquitectura se habría de promover? ¿Qué modelo de urbanismo? Y, sobre todo, ¿cuánta soldadesca habría requerido la gobernanza quinquenal de su planeamiento?

Como hemos dicho alguna vez, las urbes más atractivas del planeta no siempre han surgido de la planificación ni de la ciencia política de sus habitantes, pues su belleza nace misteriosamente de sus propias desigualdades. El futuro del turismo no puede consistir en barreras a la libre circulación de las personas, ni en hornos crematorios para contener el crecimiento turístico de personas que no son turistas de calidad como nosotros. El turismo del futuro será, pese a la turismofobia incipiente, esa actividad libre, espontánea y entrópica que no puede defraudar las expectativas de desarrollo y felicidad de los 15.000 millones de seres humanos que habitarán próximamente nuestro planeta.

Imagine there’s no country 
It isn’t hard to do.

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